Muchas veces, cuando pensamos en los beneficios del ejercicio físico, lo hacemos desde un punto de vista meramente estético: ganar musculatura, eliminar michelines, tonificar, mejorar postura… y es cierto que, a medio plazo, un entrenamiento adecuado puede conseguir que nuestro aspecto mejore considerablemente.
Lo que a menudo olvidamos o desconocemos, es que estos cambios no son más que la consecuencia visible de otras muchas modificaciones que hemos provocado en nuestro organismo gracias a la práctica del ejercicio, a un nivel mucho más elemental y que son, en realidad, la mejor de las razones para realizarlo.
No en vano, si el ejercicio fuera una medicina y pudiera recetarse en pastillas, sería lo más parecido a un «medicamento milagro» que la ciencia haya encontrado, hasta el momento.
¿Cuál es mecanismo por el que el ejercicio físico provoca tantos cambios?
En realidad, nuestro cuerpo interpreta el ejercicio físico como una agresión. Cuando nos esforzamos físicamente se producen una serie de desequilibrios. De repente baja el nivel de oxígeno disponible en sangre y el metabolismo se ve forzado a suministrar energía en grandes cantidades a los músculos. El CO2 y otras sustancias de desecho, como el ácido láctico, se acumulan provocando la conocida y desagradable sensación de cansancio muscular y falta de aire. Tanto más acusada cuanto más extenuante es el ejercicio en relación a nuestro nivel de forma física.
Además, se producen microtraumatismos óseos y musculares que dañan y desgarran a nivel microscópico estos tejidos. Las agujetas no son otra cosa que microdesgarros musculares.
Adicionalmente, muchísimas rutas metabólicas (series de reacciones químicas con un propósito determinado) se ven interferidas y dificultadas en esta situación de verdadero estrés corporal.
Es por esto que realizar ejercicio siempre supone un esfuerzo, puesto que, a corto plazo, trae consigo sensaciones desagradables que preferimos evitar.
Entonces, ¿cómo puede algo tan aparentemente «nocivo» resultar beneficioso?
La explicación está en la respuesta que nuestro organismo se ve obligado a dar para evitar volver a sufrir los daños provocados por el ejercicio en sucesivas ocasiones.
Por defecto, nuestro cuerpo ahorra tantos recursos como puede. Está programado para ello. ¿Para qué tener unos músculos grandes que no necesitamos?. Ello supondría destinar muchos recursos proteicos y metabólicos, así que simplemente tenemos los músculos más pequeños y los huesos más débiles que podemos permitirnos. Esto es fácil comprobarlo tras un largo periodo de inmovilidad, como cuando hemos estado escayolados.
Además, todo excedente energético se almacenará en forma de grasa que es la forma más eficiente de almacenar esa energía.
Esto sucede a todos los niveles, desde la capilarización de los tejidos o los sistemas moleculares de protección contra la oxidación, hasta el mantenimiento del líquido sinovial en las articulaciones, la calcificación de los huesos e incluso la resistencia al dolor.
Todo se reduce a la mínima expresión cuando no existen estímulos que empujen al cuerpo a reforzar cada uno de ellos.
Hasta tal punto que, una buena parte de lo que tradicionalmente hemos considerado como proceso normal de envejecimiento, es en realidad el resultado de una mala adaptación a la falta de un entrenamiento adecuado, que se hace más patente con la edad. ¿Conoces a Charles Eugster, el nonagenario culturista y su increíble historia?
La única manera conocida hasta el momento de «convencer» a nuestro cuerpo de salir del «modo ahorro» y entrar en «modo inversión» es a través del ejercicio físico.
Ante la exposición continuada a situaciones de desequilibrio y estrés provocados por el ejercicio, nuevas rutas metabólicas entrarán en acción, mientras que otras se inhibirán.
En un principio los cambios son siempre de tipo bioquímico: mayor aporte de calcio a los huesos para reforzar el trabajo de osteoblastos en la reparación del tejido óseo, aumento de las rutas catabólicas de lípidos y anabólicas de proteínas musculares, cambios en concentraciones hormonales, optimización de rutas oxidativas y síntesis de enzimas antioxidantes…
El ejercicio físico provoca toda una revolución en el funcionamiento más íntimo de la maquinaria bioquímica que nos mantiene con vida.
Con el tiempo, si el estímulo de entrenamiento se mantiene en los niveles adecuados, los cambios serán visibles a nivel macroscópico: mayor densidad ósea, sección transversal muscular aumentada, reducción de depósitos de grasa… incluso nuestras capacidades cognitivas se ven reforzadas, a tal punto que el ejercicio es tanto o más importante para nuestro cerebro que para nuestros músculos.
Pero nunca olvides que, mucho más allá de lo que puedas percibir a simple vista, con tu esfuerzo diario, estás manteniendo y optimizando infinidad de mecanismos que te cuidan, fortalecen y hacen sentir estupendamente. Aún hoy, la ciencia médica sigue descubriendo nuevos beneficios de la práctica continuada del ejercicio físico.
Por supuesto, diferentes tipos de ejercicio provocan diferentes adaptaciones, y la intensidad y la frecuencia con que lo realizamos también es crucial. Pero ésta es otra historia que espero poder compartir por aquí próximamente.